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—Buenos días, tesoro.
La veo arrastrar sus pies por el pasillo en dirección a la cocina. Lleva las zapatillas de estar en casa medio fuera de su sitio y en sus manos arrastra su mantita favorita.
—¿Has dormido bien?
—¿Dónde está mamá? —dice con los ojos llenos de preocupación mientras se rasca los ojos.
—Está trabajando. Ven que te he preparado el desayuno.
Con desgana y tristeza en la mirada se acerca a la mesa. Mira la tostada y el vaso de leche como si quisiese encontrar allí todas las respuestas que pasan por su cabeza.
—Venga, cariño. Come un poco.
Y como si fuese una danza adormecida muerde un trozo del pan que aún esta crujiente. Abre los ojos de par en par y me mira.
—Me gusta. Está bueno.
—Lo sé, mi vida. Te encanta la mermelada de fresa.
Mastica lentamente en una especie de ritual que solo ella puede entender. Bebe con cuidado aunque cualquier distracción hace que sin pretenderlo vuelque la leche.
—¿Y por qué se ha ido mamá? —vuelve a preguntar mientras friego mi taza de café. Suspiro y cierro los ojos antes de darme la vuelta. Pero al hacerlo la miro sonriendo intentando infundirla paz.
—Ya sabes que está siempre muy ocupada. Pero yo estoy aquí para cuidarte.
—¿Y cuándo viene? — insiste mientras intento que mis ojos no se llenen de lágrimas.
—Pronto. Ya lo verás. Cuando vuelvas del colegio, ella estará aquí.
La dirijo con mucha paciencia al baño para peinarla y asearla antes de vestirla. Suelo cantarle su canción favorita mientras lo hago para romper ese silencio extraño que se instala entre nosotras después de cada una de sus preguntas. A veces dudo de que realmente me crea. Otras…
Cepillo su pelo con delicadeza. No suele quejarse la verdad y disfruto mucho haciéndolo. No recordaba que sus cabellos fuesen tan suaves. Se resbalan entre mis dedos. Se escurren… y ese pensamiento me hiere más de lo que quiero aceptar.
—Veamos qué te vas a poner hoy. ¿Te gusta este jersey? Creo que vas a estar preciosa. — digo mientras ella mira distraída por la ventana.
—Cariño, tenemos que darnos prisa o vamos a llegar tarde.
—¿Tú vas a ver a mamá?
—No, mi vida. Yo me voy a… mi colegio también.
—Vale —responde convencida.
Pongo un abrigo sobre sus hombros y la animo a que sea ella quien meta las manos en las mangas. Y con mucha calma bajamos al portal.
—Buenos días, María. ¡Hay que ver qué guapa te has puesto hoy! —nos saluda como siempre con una enorme sonrisa Ernesto.
—Buenos días, perdona si hemos bajado tarde. Ya sabes.
—No me voy a ir a ningún sitio sin llevarme a mi reina.
Le miro con un cariño infinito mientras le acaricio el hombro y musito un inaudible “Gracias”.
— ¿Qué tal ha amanecido hoy?
—No tiene un buen día.
—Marta, lo estás haciendo muy bien. Es difícil y muy duro. Lo sé. Pero lo estás haciendo extraordinariamente bien. No lo dudes ni por un instante.
Sus palabras me llenan los ojos de lágrimas.
—Anda, vete. Que de esta belleza me ocupo yo. María, dale un beso que tiene que irse.
—¿Cuándo viene mamá?
Miro a Ernesto y me agarro a su brazo como si mi mundo se fuese a derrumbar de un momento a otro.
—Ya viene. No te preocupes. Pásatelo bien, ¿vale?
Asiente con la cabeza.
Se montan en la furgoneta y solo puedo decir en voz baja “Qué pases un buen día, mamá”
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