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Recordaba aquella pequeña tienda desde su más tierna infancia. Nunca se había atrevido a entrar. Quizás porque su aspecto de local viejo y destartalado discordaba mucho con todas las reformas que había sufrido aquella calle comercial. Nuevas cadenas de titanes de la industria comercial parecían querer comerse el diminuto espacio de su antiguo escaparate. Pero eran décadas y décadas las que aquella modesta juguetería aguantaba el devenir de los tiempos.
Aquel día, mientras él transitaba por la concurrida calle enfrascado en un millón de pensamientos, se detuvo en la puerta del extraño establecimiento. Aquella parada no fue voluntaria. La caída de su teléfono móvil a la altura de aquel ventanal un tanto sucio que se asomaba al mundo en forma de escaparate, le hizo frenar su frenética vida. Al levantarse para recoger su vida recogida en un simple teléfono, se encontró un coche de madera detrás del opaco cristal. Miró con atención y se dio cuenta de que le faltaba una rueda. No podía creer que estuviesen mostrando un coche defectuoso como reclamo de venta. Quizás el propietario, corto de vista probablemente fruto de la misma edad de aquella reliquia, no se hubiera dado cuenta. Y en un acto de soberbia escondido detrás de una falsa empatía, entró en el establecimiento.
El olor a madera vieja impregnaba la escueta sala. Apenas entraba luz por el escaparate y la luz de lámparas antiquísimas daba el aspecto de haber entrado en una habitación propia de otro siglo.
Contempló todo con curiosidad. Muñecas despeinadas, caballitos de madera a los que les faltaba alguna pata, ositos de peluche sin un ojo remendados a mano. Aquello parecía la tienda de los horrores. ¿Cómo era posible que aquella tienda repleta de objetos rotos y deteriorados siguiese abierta al público? ¿Acaso era una auténtica tomadura de pelo?
Detrás de una densa cortina de terciopelo granate, apareció un anciano. Sus movimientos eran lentos, su vista parecía cansada, casi tan apagada como la mortecina luz del local. Aquella imagen le ayudo a justificar lo que su mente era incapaz de entender.
—Buenos días joven, ¿en qué puedo ayudarle?
Su voz era tan leve que tuvo problemas para escucharle.
—Disculpe que le moleste, pero he pasado por la puerta de su tienda y me ha llamado la atención un coche de madera que he visto en el escaparate.
—Oh, sí. Es una auténtica joya —dijo el anciano con orgullo.
— ¿Una joya? —respondió con estupor.
— Sí, joven. Es uno de los juguetes más caros de toda la tienda.
Con sorna ante aquel comentario y con malicia ante cuál podía ser el precio se aventuró a preguntar, — ¿y cuánto vale semejante joya?
—Pues si le soy honesto, no creo que la venta de ninguno de los locales que hay alrededor de esta tienda recaudasen dinero suficiente para poder pagarlo —respondió el anciano con orgullo.
Se frotó la frente e hizo un serio intento por aguantar la risa delante de aquel hombre. Estaba claro que debía padecer algún tipo de demencia.
—Pero si quieres, puedo enseñarte algún otro coche que quizás pueda interesarte —dijo el anciano intento captar su atención.
Aquella conversación empezó a parecerle absurda.
—No, gracias. Creo que será mejor que me vaya.
Se dirigió hacia la puerta y no pudo evitar darse la vuelta para poder intentar hacerle entender a ese pobre hombre que quizás sin darse cuenta, estaba vendiendo objetos completamente rotos, lo cual era una auténtica estafa.
—Disculpe mi atrevimiento, pero necesito comentarle algo. ¿Es usted consciente que todos los juguetes de esta tienda están rotos o defectuosos? —dijo intentando sonar conciliador y amable.
—Lo sé —respondió el anciano con rotundidad.
—Pero, ¿cómo es posible? ¿Vende usted objetos rotos, viejos y defectuosos? ¿Acaso hay alguien que quiera comprar toda esta basura?
—Disculpe joven, pero que sean viejos, que estén rotos o defectuosos no los convierte en basura. Creo que no has entendido absolutamente nada sobre la esencia de esta tienda.
— ¿Esencia? Está usted rodeado de cadenas comerciales. Titanes de las ventas masivas. Jugueterías, locales con la última tecnología, empresas fuertes en el sector comercial. Y usted solo tiene juguetes inservibles. Dígame entonces cuál es la “esencia” de su tienda.
—Muchacho, mi tienda no ofrece lo que usted ve en todos esos emporios comerciales. Ni pretende vender lo que ellos venden. Esta tienda no es más que un espejo de todas esas vidas que transitan por esta calle. Le puedo asegurar que cada una de las personas que al igual que tú que paseáis por delante de mi escaparate, no estáis menos rotos, defectuosos o envejecidos. Estos juguetes tienen la misma vida que cualquiera de todos nosotros. El tiempo nos afea, nos rompe, nos destroza, nos quita el lustre de la impoluta inocencia, pero eso no nos convierte en basura o en seres completamente inservibles. Nuestra misión, nuestro cometido sigue siendo el mismo. Y tenemos aún mucho que ofrecer si caemos en las manos de las personas correctas. A mi tienda entran muchos niños pequeños. Y ellos son capaces de apreciar la belleza de las joyas que poseo. Muchos de estos juguetes no los vendos. Los regalo. Porque solo esas jóvenes almas son merecedoras de tenerlos entre sus manos. Ellos ven un juguete. Ven su potencial. Ven el motivo por el que fueron creados. Yo puedo ver en ti ya muchos desperfectos y grietas. ¿Acaso te hacen ellos menos valioso?
Ante aquellas palabras, su voz enmudeció. Miró todo lo que tenía alrededor. Y aquel bazar de los juguetes rotos parecía un muestrario de almas. Almas silenciosas que no escondían aquello que los había herido y destrozado de algún modo.
El anciano fue hacia el escaparate y con sus manos frágiles cogió el coche de madera y con un suspiro, lo colocó en el mostrador delante del hombre que no podía dejar de observar todo lo que le rodeaba.
—Tómalo. Es para ti.
—Oh, no. No puedo aceptarlo.
—Claro que puedes. Este coche lleva esperándote mucho tiempo. Te has pasado toda tu vida corriendo hasta que hoy por fin te has detenido. Como le ocurrió a este pequeño bólido. Quizás a tu alma quizás le falte una rueda, pero no has dejado de correr. Ambos sois uno.
Cogió el coche con las manos temblorosas y con un hilo de voz dijo —Gracias.
Confuso y aturdido salió de la tienda sujetando aquel coche como si estuviese aferrando su propia vida. Y sin dejar de poder mirarlo un segundo, regresó a casa.
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