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Andrea llegó puntual a la hora acordada. Odiaba llegar tarde a cualquier lugar y su obsesión por la puntualidad era tan primordial que en ocasiones llegaba a resultar un tanto irritante.
Toda su vida había vivido encorsetada por todos esos patrones de conducta que aquellos internados en los que pasó gran parte de su infancia, se dedicaron a forjar en su personalidad.
No cabía la improvisación ni la rebeldía. Simplemente el saber estar, el saber cumplir y el saber agradar.
Ya pasaba de los 40 y echando la vista a atrás en la novela de su vida, los errores se sucedían uno tras otro llenándola de frustración y amargura. Ella no había sido criada y educada para fracasar. Le abrieron todas las puertas para alcanzar el éxito y durante mucho tiempo, fue una figura destacada del mundo de la empresa y de la flamante vida social madrileña.
Sin embargo, como un borracho que ya no disfruta su último trago ni se siente saciado por él, su existencia se vio sumida en una espiral descendente en la cual se perdió y de la que no era capaz de escapar.
La puerta de la consulta se abrió y la recibió su psicólogo.
—Buenos días, Andrea. Pasa —la recibió Jesús con una inmensa mirada de serenidad.
Ella entró como siempre en la consulta saludándole con un sutil movimiento de cabeza. No se sentía cómoda cada vez que iba a aquella terapia que tanto bien le hacía. Pero su inmenso orgullo no la permitía aceptarlo. El silencio siempre parecía hacerse eterno hasta que comenzaba aquella conversación en la que desnudar su alma le costaba tanto como desnudar su propio cuerpo.
—¿Qué tal te encuentras? ¿Has hecho alguno de los ejercicios que te pedí que hicieses en nuestro último encuentro?
Jesús solía utilizar la palabra “encuentro” para hacer que sus pacientes se sintiesen más cómodos. Desterraba palabras como “sesión” o “consulta” para que el proceso de sanación no se viese desde un punto de vista meramente médico. Para él, aquellas conversaciones eran liberaciones del alma, la cual era la que hacía enfermar a la mente y con ella, generaba un tsunami difícil de abordar.
—Jesús, no estoy segura de que todo esto me esté sirviendo de algo —dijo con amargura en la mirada. Se sentía frustrada. Inmovilizada. Confundida. Perdida.
— ¿Realmente lo crees? En nuestros primeros cinco encuentros solo fui capaz de arrancarte menos de 30 palabras. Son realmente pocas para 300 minutos de compañía, ¿no crees?
—Sí, soy consciente. Pero, ¿por qué me siento tan vacía? No sé si es fruto de la medicación que me impide enfrentarme a mis emociones o simplemente que he perdido la capacidad de sentir. No sé lo que es descansar. Mi cabeza va de una cosa a otra en un eterno zumbido como el de una colmena. Y solo encuentro eso. Ruido. Solo ruido. No soy capaz de sacar nada en claro.
—Andrea. Te voy a pedir que seas muy honesta. ¿Qué te quita el sueño?
—Lo sabes perfectamente. Tienes un cuaderno entero lleno de anotaciones acerca de qué es lo que no me deja dormir.
—No te he preguntado qué es lo que no te permite dormir. Te he preguntado qué es lo que te roba el sueño.
—No llego a entenderte. Por favor, no me vengas hoy con juegos de palabras. No estoy teniendo un buen día.
—Por eso estás aquí. ¿Qué te quita el sueño? ¿Qué es lo que impide que vayas detrás de aquello que siempre has soñado? ¿Cuál es esa ilusión que te has dedicado a olvidar y que te hacía sonreír cada día en tu niñez solo imaginando que ibas a cumplirlo y que se desvaneció a medida que has ido creciendo?
El silencio se abrió espacio en aquella sala generando un ambiente gélido. La mirada de Andrea se volvió aún más perdida. Sueños. Sueños…
No recordaba cuál fue la última vez que se permitió soñar sus propios sueños. Recordó aquella frase que solían repetirle en aquel internado de Santander. “Aquel deambula en sus sueños pierde la perspectiva que la realidad le ofrece”.
La respiración de Andrea comenzó a agitarse. Echó la vista atrás y recordó la infinidad de veces que fue castigada cuando a escondidas jugaba con muñecas hechas con cualquier material mientras recreaba los cuentos de hadas que le contaban sus compañeras de cuarto. Recordó aquel primer amor que no pudo llegar a nada porque jamás aceptarían que un simple recadero pudiese ser su compañero de vida. Recordó aquel vestido de novia con el que se sentía la más bella de todas las mujeres, pero que su entorno tildó de “ordinario”. Recuerdos, infinidad de recuerdos…
—Ellos. Ellos son los que me han robado todos mis sueños —Respondió rompiendo a llorar. Yo quería hacer tantas cosas. Quería vivir una vida tan distinta. Quería viajar, quería bailar, salir, beber. Quería huir con él y escaparme de aquel maldito internado. Quería decirles a mis padres que odiaba las clases de francés. Quería estudiar Filosofía, mudarme a Alemania y estudiar a Nietzsche…Quería tantas cosas…
Jesús dejó que llorase hasta volver a recobrar la calma.
—Bien. Ahora permíteme que te vuelva a hacerte la misma pregunta. ¿Quién te roba tu sueño ahora?
Y la respuesta se dibujó en su rostro sin necesidad de verbalizarla.
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