Un día lo soñé. Saqué mi recién regalada acuarela, me puse música instrumental turca y pinté ese sueño que no creía que se hiciese realidad nunca. Cuando ayer me subí a ese vapur en Eminönü el día era gris, lúgubre y completamente nublado. Pero no quería irme de Estambul sin vivir la preciosa experiencia de navegar por el Bósforo. Y como si fuese un regalo de la vida el cielo de repente se abrió y cuando miré hacia las mezquitas mi corazón comenzó a latir como si fuese a salirse de mi pecho. Era mi atardecer soñado. Era lo que tanto visualizaba cuando pensaba en Turquia. Lo había soñado, lo había creado trazo tras trazo sobre un bloc de dibujo y allí estaba haciéndose realidad. Mi sueño cobraba vida. Las gaviotas acompañaban la velocidad de nuestra travesía como cómplices enviadas desde arriba para recordarme que a veces la magia existe y se materializa para aquellos que creen en ella. Precisamente ahora que mi vida ha perdido todo el brillo de la fe en lo extraordinario. Turquía me mostraba sus más bellos colores y al hacerlo estaba convirtiendo ese instante en uno de los momentos más felices de mi vida.
Lo soñé y lo he vivido.
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